EL PRÓXIMO VIERNES, NOVIEMBRE 20, SE CUMPLEN 50 AÑOS DEL FALLECIMIENTO DEL EXPRESIDENTE ALFONSO LÓPEZ PUMAREJO. EN SUS FUNERALES, EL 30 DE NOVIEMBRE DE 1959, EL ENTONCES PRESIDENTE DE COLOMBIA ALBERTO LLERAS CAMARGO, PRONUNCIÓ UN SENTIDO DISCURSO:
“Compatriotas:
Por la misma condición del puesto que ocupo, me corresponde ocasionalmente ser vocero de mis conciudadanos. Empero, he asumido el encargo de rendir este fúnebre tributo, con ánimo perplejo y la mayor humildad. Me arredra ser, aun por un instante, la única voz de Colombia –cuando mis propios sentimientos forman un atribulado tumulto–, para expresar la gratitud, la admiración, el amor y el respeto del pueblo, que ahora golpean sumisos y calmados en la fragilísima nave donde descansa quien despertó hondas pasiones, conmovió los espíritus, desató recónditas potencias, vivió y murió en acre olor de tempestad.
Los símbolos del duelo civil, los enlutados paños, los tambores a la funerala, las campanas midiendo en gotas de bronce el supremo momento del tránsito, no son, en este caso, vacíos ornamentos de nuestra aflicción. En cierta forma indefinible interpretan mejor que las palabras lo que el pueblo sentía ante la poderosa ancianidad del gran combatiente: orgullo nacional de su existencia. Los colombianos, amigos y adversarios, en su intimidad o en los remotos confines de la República, estábamos orgullosos de que un hombre fuera así, como él, tan parecido a su patria y tan extraño a su tradición. Y todos, los que lo agraviaron y lo ensalzaron, lo detuvieron o lo acompañaron en su fulgurante trayecto, concuerdan en que por esa grieta que abre Colombia para recibirlo se van cuarenta años de grandeza y zozobras que difícilmente vivirán otras generaciones.
Acida prueba para nuestra concepción de la historia de cada momento semejante al que estamos viviendo. ¿Podemos entenderla como el ansioso tropel de gentes anónimas que instintivamente van encaminándola hacia un inexorable destino, que se puede medir en cifras y predecir en leyes de mecánica social? Y, sin embargo, ahí está, sin poder, exánime, cuando ya de su boca no pueden salir los tremendos gritos aquilinos, cuando la pesada mano no se levantará más del inmóvil pecho, y de todas las vertientes de la opinión fluye el reconocimiento de que por sí solo hizo historia, la contrarió, la dirigió, la extendió o la limitó a su propia medida. Si no fue otra cosa que el oscuro agente de un proceso inevitable, que el punto de convergencia de fuerzas impersonales y autónomas, ¿por qué este pueblo lo consagró como su jefe, lo siguió cuando sus compañeros lo abandonaron, lo aprobó en lo que él mismo llamó sus errores, lo apoyó en sus dificultades y se acongoja en la orfandad cuando enmudece para siempre?
Y más, que fue antagónico a todo lo que parece seducir y embrujar a las grandes masas humanas, cuyos héroes suelen ser elementales, o asumir ante ellas atributos fácilmente reconocibles en la estirpe de los caudillos. Pero éste no hacía una sola concesión a esa imagen. Detestaba la fuerza física en el gobierno, y fuera de él jamás apelaba a ella, ni al hablar, ni al escribir, ni como alarde, ni como amenaza, y si alguna violencia interna transparentaban sus palabras, nacía sólo de su agudeza y claridad, de la pungencia de las alternativas, de la decisión de los propósitos intelectuales.
Nunca dijo en la plaza pública o en la conversación privada lo que esperaba el interlocutor, ya fuera éste el pueblo exaltado por su sola presencia, o bien el amigo dispuesto a anticipar sus reacciones. Sus discursos, en ocasiones elípticos, morosos y honradamente analíticos podían persuadir a sus enemigos, pero difícilmente satisfacer a una multitud acalorada. En sus últimos años había logrado una gran precisión y aumentado la sobria elegancia de sus escritos, pero cada vez desconfiaba más del inmediato efecto de sus ideas, que, desdeñoso del tiempo, entregaba a una lenta repercusión, impropia de los sistemas directos y simples de la demagogia. Su conversación, aun cuando se trataba de dar instrucciones a sus subalternos y discípulos, era compleja, larga, cordial y, en vez de una orden, que no salió jamás de sus labios, aquéllos debían derivar conclusiones. Sin alarde y sin artificio avanzaba a contrapelo de todo lo establecido, conocido, aceptado y resuelto. Había algo en su modo de pensar que producía, ante cada concepto ajeno, una instantánea dicotomía, que le permitía ver el otro lado de cada cuestión con más claridad que el que parecía obvio, inmediato e irrefutable. Y aunque repelía a los extraños esa modalidad de su inteligencia, no tuvo ella la negativa pedantería de los jóvenes iconoclastas, y se convirtió, con la edad, en una sabiduría profunda que le otorgó, involuntariamente, inextinguible don de consejo.
Pero nada a su alrededor tenía el drama del imperio, la tensión de la campaña, el vértigo de las decisiones cortantes y el coro de la obediencia enceguecida. ¿Cómo, pues, quien tan poco encajaba dentro del arquetipo político tradicional pudo, sin embargo, sustituir y suceder en el afecto de sus compatriotas, uno a uno, a los nobles mitos de la guerra, de la elocuencia, de la eficacia y aun del martirio?
Por parte alguna aparece la magia o la falacia en tan sorprendente hecho político. El fenómeno parece residir en él mismo, y se diría que es principalmente biológico. Porque otros dijeron antes que él cosas que sólo a él se le escucharon. Otros se empeñaron antes, o al tiempo con él, y se empeñarán, ya terminada su época, en batallas que él libró con agilidad, con alegría, con arrollador impuso vital, sin amarga secreción de jugos rencorosos, y que sólo él culminó victoriosamente, en su dorada senectud y aquí mismo, cuando se abre paso su catafalco por entre el ancho dolor, repartido en cuota nacional voluntaria. Quienes desde la adolescencia estuvimos acompañándolo y siguiéndolo, envueltos en su legendario desorden, y no como cuerpos de guardia, que jamás requirió ni tuvo, sentimos que no nos pertenece ni siquiera una parte de su recuerdo, y vemos, con la misma satisfacción que brillaría en sus ojos hoy apagados, que quienes recibieron sus formalidades mandobles y no ahorraron cosa alguna en la lucha contra el aguerrido varón de pelea, muestran ahora con noble jactancia las cicatrices de esos encuentros y están ahí, en primera línea, sinceramente conmovidos, ante el inexorable término de la sorprendente fiesta vital. Es cierto que no dio paz a sus contrincantes, como no dio tregua a sus conmilitones, pero, ¿quién puede reclamar que fue agraviado, herido de soslayo, tratado con crueldad, o decir que le infirió ofensa distinta de la de pasar despectivamente por sobre sus ideas y sus razones, por la misma pasión que le inspiraban las propias?
En un país de aluvión, que apenas va conformando sus estratos sociales, hay mucha gente insegura, vacilante sobre su estabilidad, dispuesta a defenderse agresivamente de peligros imaginarios. Cada tranco que daba en la historia este caminante rotundo era una invasión de pequeños feudos fortificados que concertaban alianzas inverosímiles contra el altanero unificador del interés nacional. En sus generalizaciones amplísimas no tomaba en cuenta los accidentes de su tránsito impetuoso, hasta que llegó la hora dura en que quedó solo, contra una confabulación de poderes.
El suyo fue el acceso de un hombre sin inhibiciones jurídicas o sociales, sin universidad ni disciplinas, al penumbroso recinto donde la Colonia exhalaba sus letales aromas, y lo que siguió fue ese abrir de ventanas, el torrente de aire circulando capricho-samente, las pesadas colgaduras, desprendiéndose del polvo centenario, las puertas derribadas y el pueblo sumándose hasta el sitio de las determinaciones. Fue también la justicia saliendo de los códigos y expedientes para medir, esta vez con ojos bien abiertos, la tierra inculta, el trabajo mal pagado, la contribución evadida, y el hondo abismo que se iba cavando entre los pocos con todo y los innumerables sin nada.
No fue, sin embargo, este episodio semejante al de la aparición de Jackson en la Casa Blanca, seguido de una tribu de soldados, campesinos y colonos hartos de la prolongación de la monarquía en las soberbias figuras de los fundadores y constituyentes. Lo que allá fue pasión y codicia, aquí era controversia, el estado mayor, un concilio de jurisconsultos y la única presa ambicionable, alguna vértebra de la Constitución. Pocas veces volverá a haber una tan fanática consagración al interés público, una tan inextinguible sed de creación, ni la sensación de tener el derecho, la obligación y el privilegio de remodelar el destino de Colombia. Pero la revolución, si la había, no degeneraba en revuelta, ni la agitación, que era constante, se trocaba en demagogia. Sobre esa época y esa gente presidía el más implacable adversario del caos. A cada espolazo con que hería la piel de la Nación aletargada, seguía el manto de la rienda y la amonestación del freno. Pero el paso del pueblo por la historia, aún tan responsable y reciamente conducido, ponía pavor en unos ánimos y afán de perturbación en otros. Detrás de la cosecha humana que el sembrador había hecho germinar al azar de los vientos, salieron los más a audaces a amenazar, a soplar rencores, a inyectar ira y veneno, y a cobrar servicios no prestados. A la creación parecía seguir, contradicto-riamente, la destrucción y el desconcierto. El gran cambio se había hecho, pero en vez de consolidarse e infiltrarse hasta los remotos rincones donde se agazapaba el pasado herido de muerte, el nuevo orden amenazaba tornarse en un imprevisto tumulto. La reacción acechaba esa situación, estimulaba el desorden, aplaudía jubilosa la desfiguración del movimiento.
No tratemos de fijar para la inmóvil eternidad esta inquieta figura que no tendrá reposo en adelante, como no lo conoció en el pasado. Sus obras pueden congelarse y enumerarse, con destino final a los anales de la patria. No así la llama que prendió, y que todavía arde, ni el viento que desencadenó, y que todavía sopla. Tampoco las ideas que puso a andar y pasan, ya sin él, de una generación a la otra, resisten recuento, como las batallas, los monumentos o las vías, porque siguen madurando, transformándose, renaciendo, repitiéndose hasta convertirse en el lenguaje común de millones de colombianos que no podrán decir siquiera de dónde las hubieron.
Entre las lágrimas de quienes más lo amaron, ayudada la fúnebre marcha por las manos piadosas de quienes lo rodearon más de cerca, entre el clamor del pueblo que repitió su nombre cada vez que lo embargaba el júbilo o lo cegaba la cólera o le renacía la esperanza, enterramos hoy a uno de los más grandes colombianos. Sabemos, inequívocamente, que fue grande porque su muerte no interrumpe ni devuelve la historia que se inició con su presencia. Cuando se apague el ruido marcial, se silencien las campanas, calle el rumor de la multitud adolorida, y lo que fue la envoltura mortal de Alfonso López baje al sepulcro, seguirá su época. Una Nación más grande, más rica, más libre, más justa recordará con gratitud que la sirvió bien, a tiempo y con afecto sin límites.
sábado, 14 de noviembre de 2009
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