lunes, 16 de noviembre de 2009

DISCURSO DE ALFONSO LÓPEZ PUMAREJO AL RECIBIR EL DOCTORADO HONORIS CAUSA DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL EN 1959.

No deja de ser una singular paradoja, en el ocaso de mi carrera pública, que el más alto instituto de cultura nacional me confiera un honor como el que acabáis de otorgarme a nombre de la Universidad, a la que si bien es cierto consagré mis desvelos de gobernante, no tuve la fortuna de concurrir en mis años mozos.

Los azares y tentaciones de la vida comercial, en la que me vi comprometido prematuramente, no me permitieron adquirir una formación intelectual completa, ni adornar mi escasa cultura con aquellos atributos con que las bellas letras y las disciplinas humanísticas enriquecen a las mentalidades jóvenes.

A través del velo de los años evoco en este día, cuando la Universidad me honra con el título de doctor honoris causa y me distingue con una presea tan significativa como es la Medalla del Mérito Universitario, las sombras amadas de quienes me iniciaron en el mundo de los conocimientos, me ayudaron a escoger los derroteros de mi existencia o me dieron la mano en el camino. Fueron ellos quienes me abrieron los ojos a la vida y guiaron mis primeros pasos en la conquista del saber.

Mi recuerdo rescata ante vosotros, en primer lugar, la memoria de mi padre, Pedro A. López. Fue él quien primero tuvo entre nosotros la idea de organizar la Ciudad Universitaria, en las postrimerías del siglo pasado. Comerciante de origen modesto, recto y sencillo, emprendedor y tenaz, a él le debo lo que bien pudiera llamarse mi doctorado en colombianismo. A su lado me inicié en las experiencias de la vida colombiana de la época y el ejemplo de sus hazañas de empresario afortunado habría de servirme por el resto de mis días. Era un colombiano como los demás, intuitivo y ambicioso, surgido de esa entraña de la clase media que tantos hombres le ha dado a la república en todos los órdenes de la actividad pública y privada. Su hogar también era un hogar como tantos otros de la provincia colombiana, una casa sencilla, sin lujos ni estrecheces en donde mi madre había puesto las huellas de las virtudes cristianas de amor al prójimo, tolerancia y caridad.

En Honda, un emporio comercial con una tradición secular, y en donde hasta entonces se había dado cita la modesta actividad económica de la república en su tráfico de exportación y de importación, se abrieron nuestros ojos asombrados a la inmensa realidad de nuestra patria mulata, mestiza y tropical, contemplada desde aquel observatorio, en la confluencia del Magdalena y el Gualí, a donde venían a surtirse de toda clase de artículos los comerciantes de los cuatro confines del país. A la orilla del Gran Río veíamos llegar las mulas cargadas de café y regresar trayendo sobre su lomo dócil los más heterogéneos productos manufacturados que desde Londres, Hamburgo, Amsterdam o New York despachaban, dirigidos a la aduana de Sabanillas, los corresponsales de los grandes distribuidores, como los Samper, los Vargas, Schutte, Gieseken & Cía., la Casa Inglesa, etc. Desde las burdas telas de algodón hasta los perfumes franceses y los enormes pianos de cola para los salones de la aristocracia santafereña, todo aquel comercio abigarrado pasaba por Honda, recorriendo los mismos caminos de herradura que habían sido trazados desde la época de la Colonia.

El sentimiento y las dimensiones de la patria nos los proporcionaba la remota tradición de la familia a través de los relatos domésticos. Mi madre había nacido más allá de la desembocadura del río que para los colombianos había constituido la única comunicación con el mar, en las extensas sabanas de la provincia de Valledupar y Padilla, que, Guajira de por medio, nos separaba de Venezuela. La mayor parte de sus familiares se habían quedado en aquel litoral atlántico, pedazo de Colombia al cual sus hijos, sin conocerlo, no podíamos sentirnos extraños. Mi padre, bogotano de cepa, había tentado fortuna en el oriente de la república estableciéndose en Cúcuta, y recordaba todavía en aquellos años de mi infancia el terremoto desolador que en la ciudad fronteriza partió en dos la historia del Estado Soberano de Santander. Al servicio de la casa de Miguel Samper e hijos había venido a establecerse en Honda, como su apoderado, y allí crecimos y nos desarrollamos, sentimentalmente engranados a los más disímiles mecanismos. El cultivo, beneficio y exportación del café, no tenían secretos para quienes nos habíamos criado entre bodegas, trilladoras y depósitos. El complicado negocio de importación de manufacturas, que llegaban por el Magdalena tras una dilatada correspondencia comercial escrita personalmente por los propios importadores en la esbelta y elaborada caligrafía de entonces, empezamos a conocerlo en la oficina de mi padre, escuela superior a cualquier otra por el orden y método que él aplicaba a todas sus empresas. La geografía de Colombia, aprendida a través de comerciantes con nombres propios que mantenían correspondencia con mi padre, adquiría caracteres más reales y contornos más precisos que los mapas que nos obligaban a estudiar en la escuela. Y ¿por qué no decirlo?, la causa política a la cual más tarde debía consagrar mis mejores años, la vivíamos en los discursos y programas de Uribe Uribe, en los panfletos del Indio Uribe, en los versos de Antonio José Restrepo, en los escritos de Murillo Toro y Santiago Pérez, que los hijos de los liberales aprendíamos de memoria, en la veneración que profesaba mi padre por don Miguel Samper, el Gran Ciudadano, y en el recuerdo de mi abuelo Gólgota, que tan señalado papel había desempeñado en la fundación de las Sociedades Democráticas.

Los conocimientos que nunca tuve ocasión de adquirir en el orden de la cultura, hube de suplirlos, merced a mis aficiones políticas, familiarizándome con las cosas de Colombia, como su comercio, su geografía, en sus ríos y en sus caminos; pero, me atrevo a pensarlo retrospectivamente, más que todo, con la idio- sincrasia nacional encarnada integralmente en quien, después de haber alcanzado insospechadas cimas de prosperidad económica y conocido, luego, la más adversa fortuna, cuando ya se había hecho acreedor a un merecido descanso, jamás desmintió de sus rasgos de colombiano cabal.

El afán por las cuestiones del espíritu lo impulsaba a buscar para sus hijos la educación que él mismo no había podido darse, y en el camino de ponernos en manos de los mejores maestros de la época, tuve el privilegio de recibir las lecciones privadas del propio don Miguel Antonio Caro, del Dr. Antonio José Cadavid, de José Camacho Carrizosa, del Dr. Rudas, de don Lorenzo Lleras, de don José Miguel Rosales, del Cabezón César Julio Rodríguez, y de muchos otros colombianos eminentes cuyo recuerdo es conservado perennemente en los anales de nuestra cultura.

En el colegio de Rueda aprendí los rudimentos del bachillerato y, tal como lo debían repetir después con sorna mis ocasionales contradictores en la brega política, no llegué a alcanzar el título de bachiller. Lo recapitulo ahora con la nostalgia de quien siempre experimenta la ausencia de aquellas disciplinas que preparan a los hombres para entender mejor a su tiempo y a su medio.

Si ahora la Universidad Nacional me otorga tan generosamente la Medalla del Mérito Universitario, ello se debe, y no en pequeño grado, a la preocupación que caracterizó mi actividad ciudadana, de dar a las nuevas generaciones la educación y la preparación que a mí me hicieron falta. La fundación de la Ciudad Universitaria no viene a ser así, y en último término, sino el deseo de un colombiano que no tuvo universidad, de que todos los colombianos que se sientan inclinados al estudio encuentren siempre un Estado que les brinde oportunidad de hacer una carrera. Y, si algo pude hacer en el servicio público dentro de la escasa medida de mis conocimientos, no vacilo en creer que ello obedeció principalmente al interés por Colombia que inspiró siempre mis empresas, y a la familiaridad que, a través de la vida práctica, adquirí con lo que suele llamarse en el idioma político "el país nacional".

Cuando recapitulo tantos hechos como jalonan una actividad política de 50 años, muchos de los cuales se reputaban imposibles en su tiempo, y que tuvieron que vencer más de una vez el escepticismo de mis contemporáneos, me asombra por contraste el apoyo y la acogida que encontraron siempre entre la juventud y entre los humildes. Tan difícil como ocasionalmente me fuera a convencer a los poderosos para que me secundaran en empresas atrevidas de redención nacional, me fue fácil, sencillo y grato despertar el entusiasmo de las gentes anónimas, porque, ya fuera tratándose de substituir, después de 45 años, el edificio de la hegemonía conservadora o proporcionando la transformación de la vida económica, fiscal y social del país, o poniendo término con una entrevista personal con el presidente del Perú, a una guerra internacional, o reconciliando, por actos unilaterales de concordia y desprendimiento a los que invité a mi partido, a nuestras dos parcialidades enfrentadas desde hacía 10 años, siempre encontré una respuesta calurosa en el pueblo colombiano y una extensa nómina de colaboradores y auxiliares dispuestos a prestarme el concurso de su inteligencia y de su voluntad.

Es lo que me permito afirmar, en el alegre atardecer de mi vida pública, que nada de lo que se hizo bajo mi nombre o bajo mi dirección puede atribuirse con justicia exclusivamente a mis méritos o capacidades, ni siquiera en parte primordial. Como las reformas que se promovieron, no estaban destinadas a ser creaciones eternas, obras imperecederas, instituciones que sirvieran con el correr de los años de ejemplo al resto de América, que hubieran podido calificarse de originalísimas audacias, sino que constituían ambiciones aplazadas del pueblo colombiano, anhelos expresados por muchos años, objetivos concretos que estaba en las manos de cualquier conductor político alcanzar, no fue por encima de mis colaboradores ni a pesar del Congreso, como se consiguió, por ejemplo, dotar a la Universidad de un nuevo estatuto y albergarla en estos edificios. Tampoco en la promoción de la reforma agraria, de la reforma tributaria, de las leyes sociales, o de la política internacional encaminada a crear una asociación de Estados americanos intervino el presidente como un agente providencial que podía dispensarse de colaboradores y salir avante, merced a su destreza política, sino que, por tratarse de lo que eran auténticos propósitos nacionales, aun los más humildes e impreparados podían prestar una valiosa contribución.

Timbre de orgullo será siempre para mí el que durante el tiempo en que fui jefe del Estado, se supiera que, desde el articulado de los proyectos de ley, ninguna tarea era la obra del presidente o del jefe político, sino el fruto de trabajo de un sinnúmero de auxiliares, inquietos y fecundos, que empezaron entonces a prestarle, como lo hacen ahora, sus servicios ines- timables a la república. Si en todas aquellas empresas algún mérito puedo reclamar para mí es el de no haber abrigado el temor de verme censurado por equivocarme probando gentes nuevas y gentes experimentadas; gentes jóvenes y gentes de mi generación, y funcionarios de las más diversas condiciones sociales. Privado casi siempre, por los azares de la lucha política, de la valiosa colaboración de medio país, que se me negó sistemáticamente, desde el día mismo en que asumí por primera vez la presidencia de la república, nombrando tres ministros conservadores, sin responsabilidad política ninguna, para que así ese partido quedara en libertad de llenar sus funciones de oposición, fue sorpren-dentemente amplia la lista de quienes, en todos los órdenes de la actividad pública, sirvieron, con probada eficacia, a la Nación. Contados en los dedos de la mano eran los ingenieros, los arquitectos o los expertos en recursos naturales de que se disponía en Colombia. No se conocía a un solo economista profesional, y el número de los profesionales que habían estudiado en el extranjero reflejaba los insignificantes recursos económicos de que habían dispuesto las familias colombianas en la primera década del siglo XX. Pero, dentro de las limitaciones fiscales de la época y la inexperiencia general, ¡qué transformación no sufrió el país con la intervención de gentes arrancadas de las redacciones de los periódicos, como Alberto Lleras y Jorge Zalamea; del ejercicio de la profesión en provincia, como Darío Echandía, Adán Arriaga Andrade, Antonio Rocha o Gerardo Molina; de la actividad privada, como Jorge Soto del Corral, Carlos Sanz de Santamaría, César García Alvarez, o un Alvaro Díaz! Tan larga es la nómina, que apenas me atrevo a mencionar unos pocos nombres, por vía de ejemplo, ante el temor de excluir a los más.

Se practicaba la oposición entonces con caracteres de barbarie y de ferocidad que ojalá hayan desaparecido para siempre de nuestros anales. Quienes hoy miran con malos ojos la existencia de cualquier brote de inconformidad pregonaban la consigna de hacer invivible la república. Las vías de hecho, el atentado personal, la acción intrépida, en una palabra, la violencia, que más tarde habría de dejar huella tan funesta en nuestras costumbres políticas hasta alcanzar las más bajas capas de la sociedad, se abría camino en los círculos más altos y responsables. Con razón se ha dicho que la violencia no tuvo su origen en el pueblo, sino que, como filosofía y como práctica, vino desde lo alto, y, no obstante la virulencia de la oposición, que no escatimaba recurso alguno ni se detenía en la selección de sus armas, se abrieron paso sin tropiezos para la paz, distintos de los que transitoriamente ocasionaban las conspiraciones y asonadas, viejos programas de adelanto nacional incrustados desde tiempo inmemorial en las plataformas de ambos partidos. Y ¿quién fue el autor de esa empresa, quién le brindó su apoyo, quién le sirvió de estímulo, quién arrasó con todos los obstáculos que se interpusieron en su camino, sino ese pueblo colombiano tan generoso en brindarles estímulo a quienes le sirven de buena fe? Si la obra quedó trunca, el edificio inconcluso y frustradas muchas esperanzas, la culpa fue de quienes no seguimos avanzando, y no de las masas, que, instintivamente, nos reclamaban nuevas reformas y en ninguna circunstancia ni bajo ningún pretexto retiraron su adhesión a la obra que habíamos iniciado 16 años antes.

Mi grande error de gobernante y de hombre público, tengo que reconocerlo, cuando ya siento que pronto nuestra obra será entregada al fallo de la historia, fue haber creído que con mi renuncia a la presidencia de la república y la reforma constitucional, pactada por los dos partidos en 1946, se cerraba nuestra tarea y que sustraído el obstáculo de mi nombre, con las resistencias que había despertado en tantos años de lucha política, se consolidarían las conquistas alcanzadas y se abriría una nueva era de restauración republicana, de paz social, de organización económica, como se nos estaba ofreciendo por hombres públicos de las más contradictorias tendencias, que por no traer el lastre de odio y rencor que es el precio obligado de una intensa actividad pública, se perfilaban como los heraldos de tiempos menos tormentosos. Personas más avisadas que yo, creían que, con la elección de un presidente surgido de acuerdo entre ambos partidos y que iba a poder contar con la valiosa colaboración que los adversarios de mi política se habían negado a prestarme, no sólo se nacionalizarían las reformas de todo orden que para el pueblo había traído el régimen liberal, sino que la inminente lucha política por el poder que se iniciaba con la elección presidencial, se ventilaría en una nueva atmósfera, descargada de los elementos explosivos del inmediato pasado. El alud de sangre vertida por razones políticas en los 10 años posteriores, la destrucción sistemática del gobierno popular, hasta desembocar en la dictadura; la disolución moral de la administración, vinieron a desengañarnos y a obligarnos a rehacer la tarea de entendimiento, bajo los auspicios de nuestros más eminentes conductores políticos y con la cooperación inteligente y activa de la ciudadanía, cuando lo que vislumbrábamos como un sueño, se tornó en pesadilla de lágrimas y sangre. Pero ¿cómo adivinar el desenlace si la lucha partidaria no se adelantaba ya contra la obra administrativa y política que durante 15 años había desarrollado el régimen, sino contra sus autores más conspicuos, a quienes se sindicaba por igual e indiscriminadamente de comunistas oligarcas, de sectarios y de entreguistas, de demasiado tímidos y de faltos de audacia, y la obra cumplida por ellos había sido aceptada por la conciencia pública como benéfica, y cuantos aspiraban a reclamar los votos del electorado tenían que declararse solidarios de las reformas y prometían conservar los bienes de la paz, del orden, de la estabilidad económica y social que se habían alcanzado?

No quisiera terminar estas manifestaciones de agradecimiento al señor rector de la Universidad, a su consejo directivo y a las personas encargadas de dar brillo a este agasajo con su palabra elocuente, sin expresar la íntima satisfacción que me embarga al ver presidido este acto por el señor doctor Alberto Lleras Camargo, en su calidad de presidente de la república. Nadie mejor que él, a quien me ligan tantos vínculos de gratitud y de afecto, hubiera podido darle realce a esta ceremonia que interpreta la gratitud de la Universidad y de la República en general, por servicios que juntos les prestamos en el pasado. El participa necesariamente de la misma emoción que embarga mi espíritu al recapitular los orígenes de la reforma universitaria y la fundación de la Ciudad Blanca y sabe lo que para mí significa que de estos claustros que en otro tiempo sirvieron de pretexto para una campaña política enderezada a manchar mi nombre y mi obra de gobernante, me corresponda retirarme abrumado por tantas muestras de generosidad y gallardía como de las que he sido objeto esta tarde. Qué gran recompensa para mi labor de hombre de Estado y de hombre de acción, es ver que quienes se formaron a mi lado como un Alberto Lleras, un Carlos Lozano y Lozano, un Darío Echandía, apenas salidos de la juventud alcanzaron la primera magistratura, y que tantos otros entre quienes fueron mis colaboradores en las faenas administrativas, desempeñan papel de primera importancia en la actividad pública y privada del país. Es el postrer reconocimiento del pueblo colombiano por lo que ellos hicieron, por lo que representan y por lo que pueden prometer en el futuro.

Bendigo la Providencia que me deparó por campo de acción este suelo fecundo y por conciudadanos a mis compatriotas. Su preocupación por los asuntos públicos, su fácil comprensión de las cuestiones políticas, en el gobierno de opinión, fueron factores decisivos en el éxito de mi carrera. Con la nostalgia de mis días de brega partidista, añoro el diálogo que por tantos años mantuve con el pueblo y del que tantas enseñanzas recíprocas derivamos constantemente. El campo político fue siempre, por excelencia, la gran universidad de Colombia en donde se dieron cita en siglo y medio de historia todos aquellos que ya habían sido ungidos con el reconocimiento público en la esfera del saber o de la acción, los humanistas, los políticos, los periodistas, los soldados, los científicos, fueron reclamados a su hora por esa gran escuela de servidores públicos que fueron nuestros partidos políticos. Permitidme que al recibir la señalada distinción que hoy concedéis al menos ilustrado entre esa pléyade de hombres públicos que han servido a la república, rinda este último tributo al celo por las cosas del espíritu que ha caracterizado a nuestra raza, a su sentido de la justicia, a su amor por el derecho y su repugnancia por la arbitrariedad, que es quizá lo que estáis enalteciendo con este acto en un hombre de Estado cuyo único mérito consistió en haber tratado de plasmar en las instituciones jurídicas las reivindicaciones seculares de una nación generosa, democrática e igualitaria.

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