martes, 27 de abril de 2010

La dictadura de Simón Bolívar

PRÓLOGO


El pueblo ha servido de pretexto a todos los usurpadores, para demoler el edificio de la libertad.

Francisco de Paula Santander .


El tema de Simón Bolívar no es fácil de tratar para ningún historiador, pues es difícil aproximarse a él con ánimo desprevenido e imparcial, y porque quien lo quiera utilizar para sus fines políticos encontrará en sus múltiples escritos la fuente para sustentar sus propias tesis, vengan de la extrema izquierda o de la extrema derecha. Bolívar provoca hoy, a 180 años de su muerte, las mismas pasiones que movió en vida; fue un ser superlativo en todo, la gente lo amaba o lo odiaba, pero a nadie le era indiferente; él mismo dividía a sus congéneres en amigos o enemigos: a los primeros no les veía defecto alguno y, a los segundos, sólo anhelaba destruir. Sus éxitos y sus fracasos eran rotundos: cuando ganaba una batalla, arrasaba al contrario y aprovechaba al máximo sus consecuencias; pero cuando perdía —aunque solía crecerse en las dificultades— tenía que huir para salvar la vida; sus amores y odios no conocían límites y fueron la causa de no pocos de sus errores.

En este volumen de la Biblioteca Bicentenario, que trata sobre La dictadura de Bolívar, se incluyen sólo dos documentos de los varios que informan sobre el tema: «Memorias sobre el origen, causas y progreso de las desavenencias entre el Presidente de la República de Colombia, Simón Bolívar, y el Vicepresidente de la misma, Francisco de Paula Santander, escritas por un colombiano en 1829», un texto autobiográfico del propio Santander, y «Recuerdo histórico» de Luis Vargas Tejada. El primero, llevado al papel en momentos en que su autor era expulsado por Bolívar, «de por vida», de la Nueva Granada, y el segundo escrito por un reconocido enemigo del Libertador. No son, pues, páginas que lleven el sello de la imparcialidad, pero que tampoco pueden soslayarse al estudiar el tema de la dictadura bolivariana. Estos textos sirven de complemento a otros documentos como el mensaje en que, desde Lima, Bolívar le envía a los habitantes del Alto Perú, la Constitución boliviana, el mensaje a los Convencionistas de Ocaña, o el Decreto orgánico de la dictadura.

En su escrito, Santander hace afirmaciones como éstas, que dicen mucho del ánimo dictatorial del Libertador:

Reparaban que entre la Constitución boliviana y una Constitución monárquica no existía otra diferencia real que la variación de las voces, porque un Presidente vitalicio, sin responsabilidad alguna y con el derecho a nombrar su sucesor y destituirlo, era más poderoso que un monarca de Inglaterra o Francia.
[…] Sólo en una carta escrita toda de su puño dijo expresamente: «que él no podía restablecer el orden y reunir las partes dislocadas de la República gobernando con arreglo a la constitución». (véase infra, p.xx)

Por su parte, Vargas Tejada consigna en su panfleto los siguientes juicios, escritos sin lugar a dudas con resentimiento y odio hacia la persona del Libertador, pero provocados por la actitud autoritaria y dictatorial de Bolívar:

Un año hace ya que la libertad sucumbió enteramente en Colombia […] el despotismo, entronizado y sostenido por la fuerza armada, insulta impunemente la sangre de tantas víctimas ilustres que en diez y nueve años se han inmolado por hacernos libres; y el «loco afortunado» y sus inmorales satélites son árbitros supremos de los destinos de la patria.
Una gran mayoría de miembros del Congreso estaban persuadidos de la criminalidad y aspiraciones depravadas de Bolívar, pero no se atrevieron a votar por la admisión de la renuncia, por dos motivos secretos bastante poderosos: el primero era el temor del resentimiento de Bolívar hacia sus personas; y el segundo el que había indicado el Senador Torres, es decir, el fundado recelo de que Bolívar fuese más peligroso en la clase de individuo privado, y se apoderase bien pronto del poder supremo por vías de hecho, ilegales y violentas. (véase infra, p.xx)

Se equivocan quienes quieren ver el tema de la dictadura de Bolívar como una consecuencia de la Constitución boliviana o de la Convención de Ocaña. Bolívar fue un dictador a lo largo de su carrera política. El mando centralizado, único y en su cabeza, fue lo que siempre consideró como base del éxito y condición sine qua non para la marcha del Estado. En la guerra, ese mando absoluto era necesario para el triunfo; sin embargo, pasada ésta, alcanzadas la independencia y la paz —cuando había que construir instituciones fuertes y sólidas, terminar los caudillismos y establecer un rumbo a los conglomerados que habían salido de la órbita de España— no supo asumir su nuevo papel porque la rosca de áulicos que lo rodeaba y asfixiaba lo necesitaba para seguir medrando en el poder, beneficiándose de él.

Hizo suya la expresión atribuida a Luis XIV, Le etat ce moi (el Estado soy yo), la practicó con regularidad e iba tomando decisiones por donde pasaba, haciendo caso omiso de si se ajustaban a la legalidad jurídica vigente. Para mencionar un ejemplo entre muchos, podemos recordar que la Constitución colombiana contemplaba que sólo se podía actuar como Presidente de la Gran Colombia desde la sede del poder ejecutivo, es decir, desde Bogotá; sin embargo, desde el momento en que llegó a Guayaquil, de regreso del Perú, Bolívar comenzó a emitir órdenes y lo siguió haciendo durante todo el trayecto hasta llegar a la capital de la República. Bolívar no consideraba que para él hubiera talanqueras legales; suponía en cambio que todo le era permitido y que él, a la cabeza de un ejército victorioso, no tenía que dejarse amarrar por códigos o incisos que él mismo no hubiese redactado. Su autoritarismo, además, no permitía que nadie pudiera colocarse por encima de sus aspiraciones, hasta el grado de eliminar del modo que fuera a quienes pudieran hacerle sombra en algún momento: así suprimió a Francisco Miranda, entregándolo a los españoles a cambio de un pasaporte para poder salir hacia el extranjero. Tampoco dudó en capturar y fusilar al gran guerrero Manuel Carlos Piar, un hombre moreno que se creyó llamado a los más altos destinos. También puede recordarse la suerte del General José María Córdova, quien, sin organización militar, quiso desafiar su mando, atrevimiento que le costó la vida.

Es fácil sacar de los innumerables escritos de Bolívar expresiones de tinte democrático que están en contradicción con su práctica política, una práctica que comprende el período entre 1813 y 1830. Durante estos 17 años de su vida, el sol brilló para él en toda su intensidad, se volvió jefe y recibió el título de Libertador —primero por orden del Cabildo de Mérida y luego en Caracas— hasta cuando abatido y enfermo renunció a la Presidencia y salió de Bogotá en busca de su destino final. Toda la grandeza de Bolívar se forjó en esos años de incesante movimiento, de batallar, de gobernar, de escribir, de legislar, de tratar a las gentes de cinco naciones y de recibir a muchísimos extranjeros que querían verlo y conservar en su retina la imagen de este hombre excepcional; un período de tiempo en que no hubo un solo minuto en que la vida de estos países y el destino de sus habitantes no girara en torno a él, a su exclusiva voluntad.

Bolívar era centralista porque era dictatorial; el federalismo le parecía la dispersión del poder, la aparición de jefes con mando que le podían hacer sombra, algo que él no estaba dispuesto a permitir.

En el Manifiesto de Cartagena (diciembre 15 de 1812) expresó:

¿Que país del mundo por morigerado y republicano que sea, podrá, en medio de las facciones intestinas y de una guerra exterior, regirse por un gobierno tan complicado y débil como el federal?

Fue más explícito en su carta al gobernador de Barinas del 13 de octubre de 1813, cuando le señala:

Lamento ciertamente, que reproduzcáis las viciosas ideas políticas que entregaron a débil enemigo una república entera, poderosa en proporción [...] recórrase la presente campaña, y se hallará que un sistema muy opuesto ha restablecido la libertad. Malograríamos todos los esfuerzos y sacrificios hechos si volviéramos a las embarazosas y complicadas formas de la administración que nos perdió [...] jamás la división del poder ha establecido y perpetuado gobiernos, solo la concentración ha infundido respeto, y yo no he liberado a Venezuela sino para realizar este mismo sistema.
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Y la carta a Ignacio Mariño, puso el remache:

La unión bajo un solo gobierno supremo, hará nuestra fuerza, y nos hará formidables a todos.

La primera gran victoria de Bolívar fue producto de la llamada «Campaña admirable», en la que entró a Venezuela desde la Nueva Granda y con soldados granadinos, el 14 de mayo de 1813 —con la llamada «guerra a muerte» de por medio— y que se prolongó hasta el 6 de agosto del mismo año cuando llegó triunfador a Caracas y la municipalidad lo aclamó como Libertador.

El 8 de agosto, 48 horas después de su llegada, se separó de las instrucciones que le había dado el Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada y asumió el mando supremo de Venezuela. Al día siguiente, desde Caracas, envía una proclama en la que asume la dictadura:

La urgente necesidad de acudir a los débiles enemigos que no han reconocido aún nuestro poder, me obliga a tomar en el momento deliberaciones sobre las reformas que creo necesarias en la constitución del Estado […] Una asamblea de notables, de hombres virtuosos y sabios, debe convocarse solemnemente para discutir y sancionar la naturaleza del gobierno […]

Así comenzaba su accionar de gobernante, sin instituciones de ninguna clase, acudiendo al gobierno de opinión, de la opinión que le era favorable, con los ciudadanos que estaban de su lado y, siempre, como Jefe Supremo. La guerra era cruenta, los combates se sucedían día a día con suerte diversa.

Cuando se presentó una de sus acostumbradas renuncias al poder, buscando la ratificación en el mando, el Presidente del Concejo de Caracas, le expresó:

El gobierno de V.E. tiene el carácter propio de una dictadura, de ese recurso al cual las grandes repúblicas, los hombres más amantes de la libertad fiaron mil veces la salud del pueblo, las más de ellas con éxito feliz.

Y, unos renglones más adelante:

Continúe V.E. de Dictador: perfeccione la obra de salvar la patria, y cuando lo haya conseguido, restitúyale el ejercicio de su soberanía planteando el gobierno democrático […] con la espontánea y pública aclamación de la suprema autoridad dictatorial en el ciudadano Simón Bolívar.

A lo que El Libertador respondió:

Quiero imitar al Dictador de Roma, en el desprendimiento con que abdicando el supremo poder, volvió a la vida privada […]

El 2 de enero de 1814, el gobernador Mendoza de la provincia de Caracas, le propuso al pueblo reunido en un templo, que se continuaran las facultades dictatoriales para Simón Bolívar, lo que aclamaron los asistentes. Poderes que duraron hasta el 7 de septiembre de 1814, cuando Bolívar produjo el «Manifiesto de Carúpano» en que justificó su conducta al frente de la dirección del gobierno y del ejército, para salir, al día siguiente, en la flechera La Culebra, hacia las Antillas, acompañado de Mariño y D’Elhuyar.

Desde cuando comenzó la segunda expedición de los Cayos, saliendo del puerto de Jacmel en Haití y su llegada a Juan Griego, en Venezuela, el 28 de diciembre de 1816, hasta el triunfo en la batalla de la pampa de Quinua, en el departamento de Ayacucho, que selló la Independencia del Perú, el 9 de diciembre de 1824, Bolívar siempre estuvo en movimiento, al frente de su ejército. Fueron ocho ardorosos años en que le dio la libertad a la Nueva Granada, Venezuela, Ecuador, Perú y el Alto Perú, que en 1826 se convertiría en la República de Bolivia, en honor del Libertador.

Había llegado al Perú el 1 de septiembre de 1823 en el bergantín Chimborazo y salió de allí el 4 de septiembre de 1826 en el bergantín Congreso. Una vez arribó, el Congreso le entregó el supremo mando militar de la nación, lo declaró dictador, y el 10 de febrero de 1824 suspendió a Torre Tagle, canceló la Constitución, y se disolvió a sí mismo para que Bolívar pudiera concretar la independencia, sin plazo, porque las funciones que le entregaron, debería ejercerlas hasta que él, Bolívar, juzgase que no eran necesarias. Tiempo después, ya salido el Libertador del Perú, el Congreso quiso nombrarlo, el 30 de noviembre de 1826, como Presidente vitalicio, nombramiento que no aceptó, pues ya iba camino de Bogotá, seguramente acosado por la revolución de Páez, en Valencia, Venezuela, el 30 de abril de este año.

En el Perú gobernó apoyado en su plena voluntad, así ésta fuese arbitraria. El 20 de mayo de 1825, desde la ciudad de Arequipa, llamó a elecciones para el Congreso, que debería reunirse el 10 de febrero del año siguiente. No quiso intervenir en la organización de los comicios porque consideró que su aureola era suficiente garantía para que los pueblos eligieran a sus amigos. Sus cálculos fallaron en esta ocasión y en las urnas quedaron favorecidos sus adversarios, por lo que rechazó las credenciales de los diputados de Lima, Cuzco, Arequipa y otras provincias («¡Que malditos diputados ha enviado Arequipa!», alcanzó a decir). Desconoció entonces al Congreso y le dio la orden a los prefectos para que reunieran a los Colegios Electorales que deberían aprobar la Constitución boliviana, haciéndole un evidente esguince a las instituciones.

De su época peruana, se recuerda que restableció el tributo indígena (suprimido por San Martín) que pagaban los naturales por el mismo hecho de serlo; ordenó la libertad de vientres como forma de tomar el camino para la liberación de los esclavos, pero anuló la emancipación de los esclavos que había ordenado El Protector Argentino; privatizó las minas peruanas que se habían heredado de la España colonial, entregándolas a la compañía inglesa Cochrane —la misma que tenía arrendadas las minas de cobre de la familia Bolívar, en Aroa, Estado de Yaracui, Venezuela—; creó la Corte Suprema de Justicia e intervino la justicia en una medida en que él mismo fue quien interrogó a los sospechosos por el crimen de Bernardo de Monteagudo; expidió una Ley de Imprenta con el único fin de controlar a sus opositores y reprimir todas las opiniones que lo desfavorecieran; prohibió las sátiras contra el gobierno y condenó hasta por seis años de cárcel a los autores de escritos que el gobierno considerase que le hacían daño a la República. La libertad ciudadana se vio restringida con la ejecución de Juan de Berindoaga, Ministro de Torre Tagle, y Manuel de Aristizábal (ahorcados ambos en la plaza principal de Lima); con la expulsión del país de Francisco Javier de Luna Pizarro y Mariano Necoechea (héroe de la independencia de Argentina, Chile y Perú, quien devolvió las condecoraciones porque, según él, del Perú sólo quería llevarse las heridas de guerra); encarceló al Almirante Martín George Guisse (declarado inocente sólo cuando Bolívar salió del Perú), y a los hermanos Ignacio y Francisco Javier Mariátegui, todos opositores a la administración Bolívar y a la presencia de colombianos en el antiguo imperio Inca.

De los 36 meses que vivió en el Perú, Bolívar estuvo como dictador 31 de ellos. Se suponía que salía hacia Colombia casi como un civil cualquiera, pero no estaba dispuesto a despojarse de los alamares del poder y para ello envió adelante mensajeros calificados para que promovieran la adhesión de los pueblos a la Constitución boliviana que él consideraba el súmmum de la perfección y la garantía para la felicidad de las naciones y, a su paso, lo aclamaran como el jefe único e indiscutido.

Con la creación de Bolivia, el Libertador llegó a la más alta cima de su poder. Era Presidente de la Gran Colombia (Venezuela, Nueva Granada y Ecuador), Presidente de Bolivia y Jefe Supremo del Perú. Esto le daba un dominio sobre 6,4 millones de kilómetros cuadrados, el 1,2% de la superficie del planeta tierra y casi el 4% de las tierras emergidas, una extensión que representa más de media Europa, algo sólo superado por el Zar de Rusia o el Emperador de China, una meta nunca alcanzada por Napoleón. Hasta la Argentina le había ofrecido el Protectorado de América. Era un logro gigante, un cubrimiento que le afectaría la vanidad a cualquier ser humano.

Desde Lima, el 25 de mayo de 1826, Bolívar le escribió un mensaje a los altoperuanos, enviándoles la Constitución boliviana, para que la adoptaran como carta constitucional de la nueva nación que llevaría su nombre. En este extenso comunicado, el Libertador se propuso explicar todas las cosas buenas que, a su juicio, tenía la nueva Constitución:

1.- A los tres poderes tradicionales de Montesquieu, agregó un cuarto: el electoral.
2.- Para ser elector, se contemplan los siguientes requisitos: saber leer y escribir, con lo cual reducía el electorado al 10% de la población, y, además, profesar una ciencia o un arte que le asegurase al elector una subsistencia honesta, sin depender de otro, requisito con el cual eliminaba a todos los empleados.
3.- Para evitar empates en los grandes asuntos del Estado, contemplaba tres Cámaras: Tribunos, Senadores y Censores, éstos vitalicios.
4.- Presidente vitalicio.
5.- Vicepresidente nombrado por el presidente, pero hereditario.
6.- Prohibición del tormento en las confesiones judiciales.
7.- Instauración de la igualdad, rechazando la esclavitud. Agrega que debió omitir el artículo de una religión de Estado, porque «en una Constitución política no debe prescribirse una profesión religiosa».
8.- Termina hablando del poder moral, como la primera intención del legislador.

Desde su cuartel de mando en La Magdalena, acompañado por Manuelita y rodeado de sus militares fieles y uno que otro civil, Bolívar se hizo la ilusión de que esa Constitución sería aprobada por todas las naciones que había liberado del yugo español y que en esta forma nadie le disputaría el mando supremo y su paz interior quedaría garantizada, sueño que se le esfumaría muy pronto.

Debo advertir que el proyecto de Constitución enviado al Congreso de Bolivia tiene algunos matices que difieren del mensaje que el Libertador había dirigido desde Lima.

Esta Constitución tiene como origen diferentes fuentes doctrinarias, con un ropaje democrático. El artículo 1, capítulo 1, por ejemplo, fue tomado textualmente de la Constitución de Cádiz, de 1812. Reza así: «Bolivia […] no puede ser patrimonio de ninguna persona ni familia». Afirma, además, que el Gobierno de Bolivia es popular, representativo y que la soberanía emana del pueblo, lo cual se contradice con las limitaciones a la calidad del ciudadano, la creación de una Cámara de Censores con carácter vitalicio y un Presidente de la República, también vitalicio y sin responsabilidad por los actos de dicha administración. Instituye una religión única, la católica; sanciona la compra-venta de votos, como hicieron casi todas las constituciones de la primera república en la Nueva Granada; el Vicepresidente será, inicialmente, nombrado por el Presidente, y «por una ley especial se determinará el modo de sucesión, comprendiendo todos los casos que puedan ocurrir». Era, en síntesis, hecha a medida de las aspiraciones totalitarias del Libertador Simón Bolívar. Sus ambiciones sufrieron la gran desilusión cuando la realidad de unos pueblos que no se dejaban atropellar por el empuje militar, dieron al traste con su Carta Magna.

Convocada por Ley del 7 de agosto de 1827, la Convención de Ocaña se celebró entre el 9 de abril y el 10 de junio de 1828. Sin ninguna sutileza, más bien con amenazadora franqueza, Bolívar le dijo a los convencionistas lo que podía pasarles si no actuaban en el sentido que él les señalaba. Veamos algunas de sus frases:

Colombia, que no pensaba sino en sacrificios dolorosos, en servicios eminentes, se ocupa de sus derechos, y no de sus deberes […]
Debo decirlo: nuestro gobierno está esencialmente mal constituido […]
Nuestro diversos poderes no están distribuidos cual lo requiere la forma social y el bien de los ciudadanos […]
Todos observan con asombro el contraste que presenta el ejecutivo, llevando en si una superabundancia de fuerza al lado de una extrema flaqueza: no ha podido repeler la invasión exterior o contener los conatos sediciosos, sino revestido de la dictadura.

Después del mensaje y de la instalación de las tropas a dos jornadas del teatro de las deliberaciones, todos los Diputados quedarían advertidos de las intenciones de fuerza que pasaban por la mente de Bolívar y que se concretarían con la disolución promovida por sus partidarios.

La Constitución de Cúcuta, de 1821, había fijado un plazo de diez años para su reforma; sin embargo, Bolívar presionó al Congreso de 1827 para que convocara una nueva convención que reformara las instituciones políticas, y el Congreso aceptó su propuesta y llamó a elecciones. Los bolivarianos trataron por todos los medios de controlar, desde un comienzo, la gran Convención; hicieron lo que pudieron para impedir que figurara como diputado el general Santander, no dejaron actuar a don Ezequiel Rojas por cuestiones de edad y le pusieron todas las trabas posibles a varios diputados; sin embargo, la expresión popular le fue contraria, como en el Perú, y los adversarios del Libertador alcanzaron la mayoría. Cuando la Convención inició labores, los bolivarianos estaban en minoría. No pudiendo el Libertador imponer su voluntad en la reforma constitucional que se discutía, que no era otra que la de que se adoptase la Constitución Boliviana, con algunas variantes menores, retiró su representación con el objeto de disolver el quórum.

Disuelta la Convención, y apoyándose en una opinión pública de dudosa legitimidad (conformada por reuniones de padres de familia en Bogotá, que organizaron los generales Pedro Alcántara Herrán y José María Córdova) Bolívar resuelve encargarse «del poder supremo de la República». En sustitución de la Constitución, redacta el Estatuto Orgánico (1828) que le servirá para legitimar la orientación que le dará a su gobierno. Sin ambages, se proclama así mismo «dictador».

Este código bolivariano, en el artículo primero, numeral seis, reemplazó al legislativo; en el numeral ocho asumió el control de la justicia, y en el numeral 13 se encargó del poder supremo del Estado. En el artículo 7 eliminó la Vicepresidencia, que ejercía Santander, y encargó de ella al presidente del Consejo de Ministros. Las funciones legislativas se las entregó al Consejo de Estado, que él mismo presidía (artículo 10). Impuso la religión católica como la única del país (artículo 25). Exigió de los colombianos «vivir sometidos al gobierno» (artículo 24). Y, por si a alguien le quedaba alguna duda, en el artículo 26, último del decreto, sentencia: «El presente decreto será promulgado y obedecido por todos como ley constitucional del Estado».

El ambiente opresivo que generó la conducta dictatorial de Bolívar, inspiró el conocido epigrama de Luis Vargas Tejada, que incitaba al asesinato del Libertador:

Si de Bolívar la letra con que empieza
y aquélla con la que acaba le quitamos,
«oliva» de la paz símbolo, hallamos.
Esto quiere decir que la cabeza
al tirano y los pies cortar debemos
si es que una paz durable apetecemos.

Estos versos fueron pregoneros de lo que se tramaba contra la vida del Libertador. Sus enemigos, sintiéndose perseguidos y sin futuro, planearon su muerte. En el atentado estuvieron los fundadores de los dos partidos tradicionales de Colombia, el Liberal y el Conservador: el fundador del Liberalismo, don Ezequiel Rojas, estuvo de «campanero», observando la casa del Coronel White, pero al darse cuenta que no estaba se regresó a la casa de Luis Vargas Tejada; en cambio Mariano Ospina Rodríguez, fundador del partido conservador, sí entró a Palacio, cuchillo en mano, dispuesto a dar muerte a Bolívar. La feliz intervención de Manuelita Sáenz, salvó la vida del Libertador y a Colombia de un oprobio que habría manchado su historia para siempre. La represión fue furiosa: fusilamientos, encarcelamientos y destierros después de juicios sumarios y, en algunos casos, poco convincentes.


Rodrigo Llano Isaza

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